Lo que cuento pasó en la playa nudista Zipolite, en México. Estaba desparramada en una hamaca paraguaya. Lo único que necesitaba ese día era mucho líquido y un baño. Había decidido que me largaba de ese paraíso de pelícanos y plantas carnivoras tras mi corto debut en el arte del topless playero. También había probado el mezcal y después de tres días de hablar con extranjeros, me relajé a usar un inglés vago, ya no tenía ganas de pronunciar como me había enseñado el teacher. Tenía dos grandes amigos de viaje, unos israelíes hippies con los que compartía las puestas de sol mientras, ya en traje de baño, nos reíamos de los nudistas que bamboleaban sus joyas sobre la arena en una pasarela imaginaria.
Una de esas noches noche tomé unos mojitos desafiando mi lábil resistencia alcohólica. El umbral de tolerancia, como siempre fue bajo, y terminé sintiendo el aliento (a esas horas pestilente) de un ex soldado de Eretz a la luz de la luna. Tenía que huír, tenía un novio en Buenos Aires que supuestamente respetaba nuestro pacto de fidelidad. Y yo, por supuesto, cumplía mi palabra. A mitad de la noche vomité, pero el baño quedaba a unos cuantos escalones de distancia. En una de mis carreras al inodoro dejé mi rastro líquido en el pasillo.
Era un hotel barato pero la vista panorámica regalaba un mar demasiado verde. A la mañana me dí cuenta que había perdido un teléfono celular que me servía como despertador. El pollo y el mole hacían un maremoto en mi estómago y lo único que podía era reposar como una iguana mirando a lo lejos figuras desnudas y aves cazando sus presas de un picotazo entre las olas.
Las personas que me veían descansando me saludaban con actitud de vacaciones. Un recién llegado, tenía 50 o 60 años y me dijo Hola con un acento raro. Llevaba una guitarra, estaba bronceado, de pelo blanquecino, y se acercó hasta mi aduana de tela. Me contó que era "quebecoise" y sostenía que en un país extranjero se debía de hablar la lengua local. Por eso se esmeraba con un español que sonaba a italiano. Había bajado desde el norte en su camioneta, se había espantado en Tijuana y ahora acampaba allí. Usaba bermudas y hacía un gesto muy canadiense con la boca cada vez que algo parecía exagerado. Le conté de mi partida inminente, los mojitos y el estómago rebelado. Él me dijo que le hacía acordar a su hija, se había divorciado después de 20 años, era arquitecto y trabajaba a distancia, por eso emprendió viaje sin fecha de vuelta. Me contaba sobre construcciones y ecología, pero yo me tenía que conseguir un taxi hacia la terminal de buses. Así fue que él, que tenía la misma edad de mi padre y quería seguir la charla, se ofreció llevarme por las sinuosas rutas de Oaxaca.
Usando el instinto de la buena viajera, acepté sin cierto miedo de ser una chica-sola-lejos-de-casa y con poca energía para la autodefensa causada por la resaca. Arriba de su camioneta hablamos de las bondades de los canadienses hasta que confesó: yo era la primera mujer con la que compartía su travesía. En ese momento la curva por la que íbamos se me hizo eterna y peligrosa. No sé para qué, pero verifiqué si la puerta tenía seguro, aunque saltar no era posibilidad de seguir con vida. Era un viaje largo y se hacía de noche (él temía volver sin luces). Llegamos a la terminal, me ayudó a bajar los bolsos y me abrazó. Me clavó los ojos y me dio un beso sin lengua, delicado como un papel de arroz. Me despedí así del caballero canadiense que me regaló la obscenidad más tierna del viaje.
FG
Las noticias son buenas si vas a dar batalla pues lo quieras o no allá afuera hay una guerra, no sirve que te escondas ni que vivas rezando; cuando la muerte se alza siempre acaba encontrando. (GF)
Soy un collage de non.fiction y letras encriptadas
miércoles, 21 de octubre de 2009
El último caballero es québécoise
Publicado por PetaloPow en 19:10
Etiquetas: encriptada, escritos, non fiction, viajes
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