Comíamos unas milanesas cuando enunció su propia teoría de la felicidad. Un rato antes, me había contado que hace décadas probó casi todas las drogas menos las inyectables. Me habló de amigos heroinómanos que tuvieron que comerse el "mono" para sobrellevar la angustia y la abstinencia.
Tomamos un vino traído de Alemania y cuando terminamos se colocó guantes de box invisibles y testeó el reflejo de defensa de Naoko.
Como un nene con su bolsita de caramelos, narró los experimentos psicoquímicos que hacía en El Bolsón por los 70´s pidiéndole al dentista del pueblo recetas con algún derivado de la morfina (o ¿codeína? no viene al caso) porque "no podíamos con nuestras vidas". Y que a los 37 se puso un poco más serio cuando se animó a ser padre. Ser y estar a la altura de la circunstancia.
Mientras lavaba los platos, me confesó que cuando se aburre de manejar el taxi o los pasajeros se esconden en los callejones, para en una plaza y lee dos o tres páginas a la sombra de un ombú.
¿Quién te dijo que estamos obligados a ser felices? La felicidad también es una imposición.
Cuando se fue, encontré esta nota en mi computadora: Queridisima SDobrina flor:laz faltaz d` urtugrajia ce buelbem lokaz porr ke di!
maxdin.
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