Esta es una confesión tardía. Si mañana la policía del derecho de autor toca mi puerta, sabrán –silenciosísimos lectores- que mi intención es de redención. No me jacto en el crimen, ni en el buen uso que hice de una creación ajena.
Tal vez desde la panza de mi mamá, recuerdo desde que soy muy chica que mi papá siempre me regalaba libros. En mi cumple de 8 yo esperaba alguna Barbie princesa, que nunca tuve como las que tenían mis primas: Barbie negra, Ken ejecutivo, pero recibí de mi padre seis o siete libros de cuentos o novelas para lectores jóvenes. Así como por fuerza de imposición o por confusión de niña inexperta, mi primera publicación tuvo origen en un uso desviado de los textos (por decirlo finamente).
Un buen día me decidí a participar en la revista Billiken de la sección que más me gustaba: De Todo un Poco, con mi poesía preferida que al día de hoy la repito de memoria. Casi casi como si fuese mía. Arranqué una hoja Rivadavia y escribí con letra de hormiguita:
Un canario que ladra si está triste
Que come cartulina en vez de alpiste,
Que se pasea en coche
Y toma sol de noche
Estoy casi segura que no existe.
Florencia Golds
Después vino el tiempo de espera e intriga. En cada edición era hacer volar las páginas hasta la última. Una mañana me ví en un recuadro. La alegría se expandió por las habitaciones de mi casa. El texto estaba acompañado por una ilustración divina de un pajarito en un autito con una sombrilla en la cabeza. Ahí caí en la cuenta de mi craso error: olvidarme de citar a la autora, la sra. María Elena Walsh. Tengo la imagen de mi papá hinchado de alegría, mostrándole la página a sus amigos y estampándome un beso ruidoso, hoy cuando publican una nota mía lo sigue haciendo. Aunque ya por suerte y con más cuidado, lo juro Sr. juez, aprendí a no plagiar.
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